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6 de junio de 2017

PESTE NEGRA, RELIGIÓN Y MEDICINA


Todo comenzó en el año 1348, cuando una misteriosa enfermedad, como si de una plaga apocalíptica se tratara, se cebó con la indefensa población de casi todo el continente europeo, asolando ciudades y pueblos enteros y sembrando de cadáveres los campos y las calles de las grandes urbes. La peste negra, como empezó a conocerse, acabó con casi la tercera parte de la población europea. Para las supersticiosas mentalidades de la época era el comienzo del fin del mundo, creando un pánico generalizado.

La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los enfermos escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado recibía el nombre de bubón o carbunco, de donde proviene el término «peste bubónica». La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras variantes: la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel —de ahí el nombre de «muerte negra» que recibió la epidemia—, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. La peste septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes.
En una sociedad como la medieval, en la que la religión lo impregnaba todo, la mayoría de la población achacaba el mal al castigo divino. La relajación de las costumbres o la falta de ejemplaridad de los representantes de la Iglesia eran razones suficientes para haber despertado la ira de Dios; pero el azote divino también podía ser interpretado como una manifestación del anunciado fin del mundo. La creencia popular fue sancionada por el papa Clemente VI: en una bula de 1348, declaró que «Dios estaba castigando a sus gentes con una gran pestilencia».

Los gatos

En Europa, el hecho de que un gato se cruzara en el camino de una persona era signo de fortuna, pero su suerte cambió radicalmente cuando la Iglesia, en una más de sus interesadas interpretaciones, a mediados del siglo XIII, comenzó una terrible persecución contra ellos, considerando que las brujas se metamorfoseaban en gatos negros para pasar desapercibidas por la calle y eran en general la representación del diablo.

En 1233 el papa Gregorio IX declaró que los herejes adoraban al demonio en forma de gato, lo que dio lugar a una persecución que se prolongaría durante varios siglos.Señal de satanismo era que los gatos no obedecieran al hombre que había sido creado a imagen y semejanza de Dios, implicando esta actitud que fueran siervos e instrumentos del demonio. También eran una señal sus maléficos ojos brillaban en la oscuridad, dado que esto tenía que ser obra del diablo. Además, de noche abandonaban sus casas en las ciudades y salían a los bosques, por lo que debían ser hijos de la oscuridad y de un mundo tenebroso. Por si fuera poco, en los cementerios había gatos, por lo que deducían que el espíritu de los muertos se había apoderado de ellos.

No fue en absoluto ajena a la decisión de Iglesia sobre la eliminación de los gatos, su interés en acabar con símbolos , creencias y cultos paganas de los países nórdicos, existentes durante la Edad, entre ellos, Freyja, diosa del amor y de la curación según la mitología nórdica , cuyo carro era tirado por dos gatos . Los gatos pasaron, según la Iglesia, a tirar de carros de seres diabólicos.

El aniquilamiento de los gatos fue de tal magnitud que cuando la peste negra azotó Europa en el siglo XIV, causando más de veinticinco millones de muertos, apenas sí quedaban ejemplares para luchar contra la enorme proliferación de los roedores sobre todo de “la rata negra” transmisora, a través de la pulga, de la letal peste negra, contribuyendo a la extensión de la epidemia.


Los flagelantes

La respuesta de la Iglesia ante el miedo provocado por la epidemia fue reforzar las ideas de pecado y culpa. Los predicadores se esforzaron en adoctrinar a los fieles a este propósito y en la obligatoriedad de vivir de acuerdo con los preceptos de la Iglesia. La necesidad de evadirse o de redimirse ante la muerte provocó sentimientos extremos como el ‘carpe diem’ («aprovecha el día»), es decir, vivir intensamente cada momento porque se sabía que la muerte acechaba, o purgar la culpa mediante la flagelación y la penitencia. Algunos se entregaron a gozar de los placeres de la vida, mientras que otros dedicaron sus últimos días a la expiación.

Entre los que optaron por purgar la culpa se encuentran los flagelantes , que aunque su aparición se remonta a a 1156 y habían perdido protagonismo desde mediados del sigloXIII, reaparecieron con fuerza en 1348 como consecuencia de la peste. En su opinión, la peste era un castigo divino que solamente podía combatirse aplacando la ira sagrada mediante la recreación de la pasión de Cristo. Alemania y los Países Bajos fueron su principal campo de actuación.

Su peregrinaje duraba treinta y tres días y doce horas, un día por cada año que vivió Cristo. Abandonaban sus bienes y dejaban de lavarse. Iban de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo procesionalmente, desnudos hasta la cintura, y algunas veces enteramente desnudos, orando, recitando salmos y azotándose casi sin descanso
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Cada látigo se componía de un palo en cuyo extremo se ataban tres tiras de cuero estrechas con nudos. Cada uno de ellos estaba atravesado en el centro por dos puntas metálicas, cortantes como navajas, que sobresalían en cada lado formando una cruz de longitud aproximada a un grano de trigo. Con este látigo se golpeaban su torso desnudo hasta convertirlo en una masa de carne hinchada y lacerada, que goteaba sangre abundantemente y salpicaba las paredes. Durante las flagelaciones pude ver las puntas de metal penetrar tan profundamente en la carne que era necesario tirar dos o tres veces con fuerza para poderlas sacar de donde habían quedado enganchadas.

Liber de rebus memoriabilioribus -Henrici de Hervordia ( (1300-1370)
Iniciaban su ritual leyendo textos sagrados, postrándose de rodillas y azotándose al ritmo de cánticos religiosos. Las mujeres que presenciaban el rito impregnaban sus vestidos en la sangre esparcida por el suelo para después extendérsela por el rostro y los ojos, creyendo que con ello quedarían liberadas de la peste. Las propias túnicas blancas de los flagelantes empapadas en sangre eran consideradas reliquias.


Los médicos de la peste

Por su parte los científicos de la época si bien no negaron la intervención divina en la aparición de la epidemia, también buscaron sus causas en factores naturales , apareciendo los llamados Médicos de la peste, habitualmente voluntarios y de escasa formación médica, ya que la mayoría de los médicos y doctores de carrera habían muerto en la propia plaga o habían huido, y que como era poco o nada lo que podía hacerse para evitar la expansión de la enfermedad, solían dedicarse a verificar las infecciones.


Para poder ayudar a los apestados y evitar contagiarse, esos médicos se protegían con una esperpéntica vestimenta. Consistía en una larga túnica de tela gruesa encerada, una máscara con dos agujeros con lentes de vidrio ,que creían eran un eficiente amuleto contra el “mal de ojo”, ya que la muerte negra era considerada una plaga maldita, y nariz cónica provista de dos aberturas con forma de largo pico, similar al de un ave, que era rellenada con mirra, pétalos de rosas, hojas de menta u otras sustancias aromáticas, además de paja, cuya finalidad era filtrar el aire y mantener distancia respecto del enfermo para neutralizar el aire corrupto y que éste no se introdujera por sus fosas nasales. También portaban un enorme sombrero que protegía su cabeza y una larga vara o bastón de madera y guantes para no entrar en contacto directo con los apestados. Su aspecto grotesco advertía a los transeúntes, de forma indirecta, del peligro de contraer la enfermedad.


VÍDEO: 10 cosas que no sabías sobre la peste negra 

Fuentes: La peste negra, 1346-1353 - Ole J. Benedictow- Editorial Akal/ El general que se alió con las arañas- Ángel Sánchez Crespo-Gadarramistas Editorial-

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