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25 de octubre de 2019

LOS ENTERRADOS VIVOS


El miedo a ser enterrado vivo

El miedo es un sentimiento de angustia que afecta a todos los seres humanos, algunos provocados por sucesos reales y otros, imaginarios e irracionales, creados por la mente inconsciente, y que pueden provocar episodios de ansiedad de considerable importancia. Unos de estos miedos son los miedos atávicos, que proceden de nuestros antepasados y que perviven con el paso del tiempo generación tras generación.

El enterramiento en vida además de ser practicado como tortura y ejecución ,habitualmente sin ataúd, fue el miedo atávico, conocido como tapefobia, más temidos por la población, especialmente entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX coincidiendo con las epidemias de cólera que arrasaron Europa, cuando el entierro era inmediato después de que la persona fuera considerada muerta. Pero ocurría que en muchos casos al revisar los ataúdes aparecieron con marcas de arañazos en el interior que hicieron pensar que se debía a la reacción desesperada de la persona que había sido enterrada dándola por muerta al recuperar la conciencia a oscuras y desorientado dentro de una caja situada bajo tierra. Esas situaciones , que sucedían con cierta frecuencia, como consecuencia de la falta de medios y conocimientos para confirmar el fallecimiento, en la actualidad son prácticamente imposibles con técnicas médicas y el tiempo de espera para dar sepultura al cuerpo.

Durante siglos ese miedo tuvo su justificación ante el gran número de casos en los que el enterramiento en vida no era infrecuente, y muchos han sido los casos en los que al abrir una tumba tiempo después de haber enterrado a alguien, ya fuera porque tenían que cambiarla de ubicación o enterrar un nuevo cadáver observaron de que la persona enterrada tiempo atrás tenía un gesto de haber querido salir y arañazos en el interior de la tapa del ataúd. Ocurría, por ejemplo, cuando el supuesto muerto solo lo estaba aparentamente , por haber sufrido de catalepsia que produce pérdida de conciencia durante un periodo de tiempo ,que puede ser unos escasos minutos o incluso alargarse varias horas, junto a un descenso del ritmo cardíaco y la respiración, signos vitales que al ser tan leves podían no apreciarse , dando por fallecido al que lo padecía, produciendo un buen número de entierros a personas vivas a lo largo de la historia.

Velatorio 

Fue precisamente ese temor a ser enterrados vivos lo que propició que en la antigüedad comenzara una tradición que actualmente todavía seguimos realizando, a pesar de que hoy en día no cumple el objetivo original: el velatorio. El hecho de velar un cadáver durante horas , habitualmente toda una noche, no comenzó a realizarse para llorar al difunto o acompañar a sus familiares sino que el objetivo principal era comprobar que el finado había realmente fallecido. La etimología de velatorio o velorio proviene de velar y este del latín ‘vigilare’, cuyo significado literal es ‘vigilar’, que era lo que realmente se realizaba. 

La medicina antigua consideraba como signo de muerte más fiable la ausencia de latidos en el corazón, pero ignoraba muchos casos complejos como el traumatismo craneal, la epilepsia o la hipotermia , lo que dio lugar a casos de enterramiento de vivos , que no tardaron ,tras una horrible lucha por salir, en morir lentamente asfixiados en sus féretros. 


En la obra de 1709 De miraculis mortuorum, el médico alemán Friedrich Garmann narra, entre otros aspectos inusuales de la vida secreta de los muertos como, tras escuchar sonidos guturales y chasquidos tras un panteón, inhumaban a desgraciados que habían quedado reducidos a un repulsivo montón de materia putrefacta con las extremidades convertidas en meros muñones y el sudario encajado en la garganta. 

El gran debate de la masticatio mortuorum ,se habla de los devora-sudarios desde finales del siglo XIV, fue, en su día, establecer si la autofagia dentro del sepulcro era producto de un milagro divino o bien obra del diablo (en este último caso, la creencia era que sin duda el enterrado era un vampiro). Una tercera opción contemplaba la posibilidad de que el muerto fuera un infeliz que, dado por muerto erróneamente, intentara salir de su tumba. 

Así, el hombre aprendió a vivir con la posibilidad de ser enterrado vivo , creyendo que el aspecto de algunos cadáveres desenterrados , que presentaban a veces posiciones extrañas , mortaja hecha jirones, automutilaciones ,uñas rotas , arañazos en el féretro,.... se debían a casos de vampirismo o a milagros de carácter apocalíptico, hasta que en 1742 del médico y traductor francés Jean-Jacques Bruhier realizó los primeros trabajos sobre inhumaciones prematuras recogiendo 189 supuestos casos de enterramientos en vida, publicando el libro Disertación sobre la fiabilidad de los signos de muerte, en el que explicaba los casos observados no se debían a la actuación de vampiros ni a causas no naturales como sostenía la farsa de Friedrich Garmann , sino al imperdonable hecho de haber enterrado vivas a tan desdichadas personas. Bruhier suponía que al despertar de su letargo, el "muerto" se automutilaba en pleno ataque de histeria al descubrir su verdadera situación, llegando incluso a comerse sus mortajas. Bruhier formuló la propuesta de que en todas las ciudades de Francia había que construir depósitos de cadáveres especiales, donde alojar a los cuerpos de los muertos hasta que aparecieran los primeros signos de putrefacción, signo seguro de muerte, con el loable objetivo de evitar entierros de personas vivas, algo que había sido una constante a lo largo de la historia. 

Jacques Benigne Winslow 

Por su parte Jacques-Bénigne Winslow (1669-1760) anatomista, sostenía en su época que el diagnóstico de la muerte no era siempre infalible ya que la experiencia nos enseña que muchas personas aparentemente muertas han llegado a levantarse de su mortaja, su ataúd e incluso de su tumba. 

El principal argumento de la tesis de Winslow era que, a pesar de que se obtenían mejores resultados con las pruebas modernas y quirúrgicas que se realizaban para determinar la muerte que con los criterios tradicionales y primitivos, seguían siendo demasiado inciertos para fiarse de ellos, y propugnaba que no se amortajara ni se colocara en un ataúd a los pacientes inertes cuya muerte no pudiese confirmarse con certeza, sin antes aplicar las oportunas técnicas de resucitación. 

Esas técnicas incluían, desde irritar las fosas nasales del individuo con “estornutatorios y jugo de cebolla, ajo y rábanos picante”, hacer cosquillas con una pluma, introducir con fuerza un lápiz afilado en la nariz del cadáver, o bien frotarle las encías con ajo y estimular la piel con abundantes “azotes y ortigas”. Otros métodos consistían en irritar los intestinos mediante los enemas más ácidos, propinar violentos tirones a las extremidades y lastimar los oídos con “gritos estridentes y ruidos excesivos”. Había que verter vinagre y pimienta en la boca del cadáver y “allí donde no los haya, se acostumbra a echar orina caliente, pues se ha observado que produce efectos positivos”. 

Una segunda parte de la técnica de reanimación, si lo anterior no daba resultado era practicar cortes en las plantas de los pies con cuchillas y clavar largas agujas bajo las uñas. Otros recomendaban la aplicación de un hierro candente a la planta del pie, Winslow prefería derramar cera hirviendo sobre la frente del paciente, e incluso un clérigo francés sugería incluso que se introdujera un atizador al rojo vivo por el trasero de la desgraciada víctima como último recurso. 

Aunque hoy en día estas medidas violentas y bárbaras parecen ridículas y más propias de la cámara de torturas del marqués de Sade que del depósito de cadáveres de un hospital de Francia, Jacques-Bénigne Winslow , que publicó en 1752 Terrible tortura y cruel desesperación de personas enterradas vivas y que se presume que están muertas. Al final, encontraremos las pruebas más seguras para saber si una persona enferma sigue viva o muerta , obedecía únicamente a sus sentimientos humanitarios.


Así, el indicio más valorado para determinar que alguien había sido enterrado vivo era el hallazgo de posturas y expresiones poco naturales en los cadáveres devueltos a la luz: muecas de dolor, brazos y piernas levantados, uñas destrozadas, féretros arañados.., y el auténtico problema , que venía de muy lejos, era definir en qué momento concreto había dejado alguien este mundo. 

Lo cierto es que con esas historias lo que se conseguía, más que otra cosa, era atemorizar a la población europea que veía que los médicos eran incapaces de certificar, con total seguridad, cuándo alguien entraba en el mundo de los muertos, a excepción de los signos de putrefacción, que sí se consideraban señal inequívoca de muerte, y así fue como surgieron de la imaginación popular tretas e inventos para burlar esa posibilidad y escapar incluso de la tumba si uno recobraba la consciencia en su interior. El método más antiguo fue el de alargar el momento del entierro. En un primer instante, los cuerpos considerados sin vida eran enterrados a las pocas horas del fallecimiento, pero cuando el público supo que los médicos podían fallar al certificar la defunción, se comenzó a pedir en el testamento que el entierro se pospusiera hasta tres días, para dar tiempo a que el cuerpo "despertara". El problema residía en que si realmente se trataba de un cadáver, el proceso de putrefacción provocaba la emanación de olores insoportables, además de la visión constante del familiar deteriorándose. 


Las casas de muertos 

Para remediarlo, en Alemania surgieron para personas de elevado poder económico, las llamadas Leichenhaus –casas de muertos–. La primera se construyó en Weimar en 1792 con el nombre de Vitae Dubiae Asylum o "Asilo para la vida dudosa" y su diseñador fue el médico Cristoph Wilhelm Hufeland. La idea era levantar un lugar en el que se albergaran los cadáveres en un entorno cálido a la espera de que surgieran los signos de putrefacción, o bien, el "despertar" del cuerpo. 

Con el tiempo se construyeron más "hogares" semejantes en otras ciudades europeas dotándolas de mayores adelantos. En la de Berlín, unos hilos que se ataban a los dedos de los internos iban conectados a una gigantesca campana central. Si uno de ellos despertaba, el movimiento reflejo del cuerpo la haría sonar avisando al vigilante. Algo parecido sucedía en la Leichenhaus de Munich, donde la campana se sustituía por un armonio de grandes dimensiones con fuelles que contenían aire a presión. Aquí el inconveniente estribaba en que los gases de la putrefacción accionaban a menudo el armonio involuntariamente, convirtiendo el trabajo del guardia en una pesadilla. 

Tampoco se escatimó en lujos. La "casa de muertos" de Berlín disponía de diferentes salas según fuera el sexo y la condición social del difunto, otras se construyeron en mármol al estilo de la Villa Rotonda de Andrea Palladio, incluso las hubo con jardines adornados a base de esfinges y estatuas… 

Estas construcciones cayeron en desuso muy tempranamente, hacia el final del siglo XIX. En primer lugar por el alto coste que representaban, y en segundo lugar por su escasa utilidad. Durante los 29 años en los que estuvo en funcionamiento la Leichenhaus de Breslau, tan sólo 19 cadáveres entraron en sus salas. Un dato parecido al del resto de localidades. Además, ni uno sólo de los 46.000 cadáveres que se calcula albergaron todas las Leichenhaus llegó a "resucitar"; ocasionando, por el contrario, a pesar de la multitud de flores depositadas en las estancias, un olor pestilente que percibían e impresionaban a a los familiares que visitaban el edificio. 


Los signos de muerte 

En 1846, la Academia de Ciencias de París lanzó un concurso para "el mejor trabajo sobre los signos de la muerte y los medios para prevenir entierros prematuros", al que se presentó Eugène Bouchut , un joven médico que sostenía que si el corazón de una persona había dejado de latir, seguramente estaría muerta. 

Bouchut tuvo que competir con otras aberrantes ideas de otros tiempos , como la de verter astringentes en el estómago por medio de una bomba estomacal, colocar sanguijuelas cerca del ano del difunto o tenazas en los pezones para propinar sacudidas eléctricas, verter agua hirviendo en un brazo, clavar una larga aguja en el corazón o quemar las sienes con un hierro al rojo vivo. Afortunadamente, el vencedor fue Bouchut, al convencer al jurado de que la ausencia de latidos en el corazón durante dos minutos era signo inequívoco de falta de vida. Y para certificarlo, nada mejor que su estetoscopio. 


El inconveniente residía en que los estetoscopios de la época eran muy primitivos, fabricados de madera maciza. Para remediarlo, su creador sugirió aumentar la auscultación hasta los cinco minutos, pero sus detractores no aceptaron la propuesta. A finales del siglo XIX, sin embargo, su método basado en la ausencia de latidos audibles era considerado ya por los médicos como una muestra fiable de la muerte y fue el criterio seguido hasta la actualidad, a pesar de las reticencias de ciertos facultativos escépticos y alarmistas que no creían en la efectividad del aparato. 


Los ataúdes de seguridad 

El último desarrollo tecnológico en esta búsqueda para evitar el entierro prematuro fue el ataúd de seguridad, provisto de mecanismos para permitir al individuo enterrado alertar de que seguía con vida o incluso salir de su sepultura, una invención que dotaba al ataúd de un tubo de aire y un dispositivo que permitía que los aterrorizados muertos vivientes encerrados en el ataúd avisaran a los vivos haciendo sonar un campana, sonar una bocina o izar una bandera. Las variaciones sobre la invención proliferaron en el siglo XIX, especialmente en Alemania, donde el miedo a ser enterrado vivo fue aparentemente especialmente severo. En los Estados Unidos, se presentaron al menos 22 patentes para ataúdes de seguridad entre 1868 y 1925. 

El primero registrado, construido por orden del duque Ferdinand de Brunswick antes de su muerte en 1792, tenía un tubo que comunicaba con el exterior para que entrara aire fresco y una cerradura que se abría con una llave colocada en un bolsillo especial. Otra llave junto a la anterior abría la puerta de la tumba. Seis años después, el sacerdote alemán P.G. Pessler sugirió que todos los ataúdes llevaran un cable dentro de un tubo que permitiera tocar las campanas de la iglesia para llamar la atención. 

En 1897 el conde Karnice-Karnicki de Bégica patentó un sistema de rescate que mecánicamente detectaba movimiento en el pecho que accionaría una bandera, una lámpara, una campana y aire fresco. En parecido sentido, en Gran Bretaña se desarrollaron varios sistemas para salvar a los enterrados vivos, incluyendo paneles de cristal rompibles en la tapa del ataúd y sistemas de poleas que alzarían banderas en la superficie . 

El chamberlán del zar Nicolás de Rusia, el conde Michel de Karnice-Karnicki, ideó un avanzado sistema conocido como «el Karnice» que ante el menor movimiento accionaba el mecanismo de apertura de un tubo de aire hasta el ataúd al tiempo que tañía una campana y sacaba una bandera. El problema era que detectaban hasta los ocasionados por la descomposición del cuerpo, provocando angustiosas alarmas y el consiguiendo descontento de los sepultureros que se encontraban con el lamentable estado del fallecido. 



Ataúd para ser usado en caso de muerte dudosa- Christian H. Eisenbrandt 

Sustituye las bisagras de la tapa por unos alambres más fáciles de desenrollar, y colocar en el lado contrario una placa de metal con la que se pueda hacer palanca. La tapa del ataúd a su vez tiene unos cables de acero que actuarían como resorte desenganchando la tapa.


Patente 1.437 – Agosto 1868 – Nueva Jersey

El difunto sería enterrado boca abajo. En su mano, una cuerda unida a una campana exterior. Dentro, al tirar de la cuerda, una puerta de vidrio comunicada con una dependencia contigua, del mismo tamaño aproximadamente que el féretro, y provista de una escalera de ascenso, proveerá al difunto resucitado de libertad. Muy loco todo. Y aparatoso. Y maravilloso.


Patente 534.254 – Febrero 1895 – Dakota EEUU

Se puede aplicar a cualquier tipo de ataúd: una tubería desde la superficie hasta el interior del féretro para que haya aire, dispuesto con material desinfectante para evitar la descarga de gases nocivos al exterior, además de una pequeña batería unida al cuerpo que al mínimo movimiento de este lanzaría una señal acústica al exterior.

Patente 572.119 – Diciembre 1896 – Varsovia, Polonia
Una especie de “tapa” a poner sobre el montículo de tierra que tapará el féretro, tiene una varilla conectada con este que al pulsar una perilla que se dejará cerca del pecho del difunto, y si este lo pulsa, esa varilla sacará una señal luminosa, acústica y una bandera hacia el exterior además de proporcionar oxígeno y quitar el sellado al féretro.
Patente 652.934 – Julio de 1900 – Buffalo, EEUU
Consiste en colocar bajo el féretro un mecanismo que abriese la tapa del féretro y a su vez le fuese inyectando oxígeno, además de tener conectada una alarma sonora al no fallecido a través de unos cables eléctricos que se colocarían a lo largo de los brazos y hasta las palmas de la manos para detectar cualquier movimiento, incluso una leve respiración cuando el cadáver tenga las manos cruzadas sobre el pecho. Cualquier movimiento del cadáver cerraría el circuito y los dispositivos de señalización se pondrían en funcionamiento.
Hans Christian Andersen / Alfred Nobel

El asunto preocupó hasta a personajes ilustres. El escritor danés Hans Christian Andersen, vivía atemorizado por la posibilidad de ser enterrado vivo. Desconfiaba de los médicos extranjeros, y siempre llevaba consigo una tarjeta en la que se leía “No estoy realmente muerto” y que colocaba en el tocador siempre que se alojaba en un hotel del extranjero, para evitar que algún descuidado galeno lo declarara erróneamente muerto. Dos días antes de su muerte, en 1875, Andersen pidió a un amigo que se cerciorase en persona de que le cortaran las arterias antes de sepultarlo.

En Suecia, Alfred Nobel fue otra víctima del temor al entierro prematuro. Concluyó el mismo testamento que estipula la creación de la Fundación Nobel con las siguientes palabras: “Finalmente, es mi deseo que se me abran las arterias una vez sobrevenida mi muerte, y que, después de que médicos competentes certifiquen la clara presencia de signos de muerte, mi cadáver sea incinerado en un horno crematorio.


VÍDEO: Kill Bill Vol. 2 (2004) -Escena del ataúd

VÍDEO: Buried/ Enterrado - Escena del ataúd

La realidad

A pesar de que en películas como Buried/Enterrado o Kill Bill Vol. 2 los protagonistas enterrados vivos en un ataúd y sin ayuda exterior consiguen salir a la superficie, la realidad sería muy distinta , y ninguno de los dos en sus circunstancias saldría vivo a pesar de sus esfuerzos. 

En primer lugar existe una cantidad de oxígeno disponible dentro del ataúd y sin posibilidad de que dicha cantidad aumente sino al contrario, ya que será consumido por la persona encerrrada , consumo que será mayor cuanta más actividad realice para salir o si para iluminarse utiliza un mechero como en Enterrado. Cuando el oxígeno se consuma , que será en un tiempo relativamente corto, la muerte es segura. En segundo lugar , y suponiendo que no se consumiera todo el oxígeno del interior del ataúd, existiría la dificultad de romper su tapa clavada ,sobre la que existe una gran cantidad de tierra, y conseguir llegara a la superficie sin asfixiarse . 

Supongamos por ejemplo que el ataúd mide unos 215 cm de largo, por 70 cm de ancho y unos 60 cm de altura. El volumen total sería de unos 903 litros. Si el de un humano medio es de 66 litros, entonces restan unos 903 - 66 = 837 litros de aire, del cual 1/5 es oxígeno (unos 167 l). Si una persona atrapada puede consumir una media de medio litro al minuto, tardaría 334 minutos equivalente a 5 horas y media en agotar el oxígeno y en perder la vida. 

Suponiendo que no hubiera agotado el oxígeno dentro del ataúd, aún se debería romper la tapa clavada y levantarla , algo imposible de realizar ya que si se encontrara por ejemplo a un promedio de 1,80 m. de la superficie , la tierra existente sobre ella supondría un peso adicional , suponiendo que se tratara de arcilla seca apisonada, de 1800 Kg/m3 . Además, si hipotéticamente se consiguiera romperla y levantarla, nos encontraríamos en una situación similar a la de estar enterrado en un deslizamiento de tierra o avalancha, y el peso de la tierra sería de tal magnitud que incluso ni los propios pulmones serían capaces de poder expandirse para respirar. Si a pesar de ello pudieras moverte, la tierra caería en la boca o fosas nasales y acabaría obstruyendo las vías respiratorias con resultado mortal. 

Así pues, solo se sobreviviría si alguien desde el exterior te lleva a la superficie antes de agotar el oxígeno del ataúd, eliminado tierra y tapa. De lo contrario a medida que desapareciera el oxígeno, el dióxido de carbono se acumularía , al encerrado le daría sueño y eventualmente caería en coma antes de que su corazón se detuviera. Se podría sentir la aterradora asfixia, aunque no se estaría consciente durante esos últimos momentos .

Fuentes : Enterrado vivo: la aterradora historia de nuestro miedo más primario- Jan Bondeson- Ediciones B / Gabinete de curiosidades médicas - Jan Bondeson - Siglo XXI Editores. / Vuelve el listo que todo lo sabe - Alfred López - Ediciones Léeme Libros/ ABC 14/11/2013/https://www.popsci.com / http://www.entrepiedrasycipreses.com / https://www.muyinteresante.es / https://www.espaciomisterio.com.

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