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14 de febrero de 2018

HAMBRE, SUCIEDAD Y LÁGRIMAS


Ya a finales del siglo IV y tan sólo en las regiones desérticas de Egipto vivían, al parecer, 24.000 ascetas, viviendo de forma estrafalaria y masoquista sus ideales de castidad, pobreza, mortificación y oración , a mayor gloria de Dios. 

 TIPOLOGÍAS ASCÉTICAS
Los estacionarios eran unos monjes que se autocondenaban a la statio, es decir a la inmovilización absoluta. Tenían que estar siempre de pie, sin hablar ni alzar los ojos y sin extenderse para dormir. Incluso para mantenerse en esta última función se ataban a unos postes o se hacían pasar unas cuerdas por debajo de los sobacos las cuales estaban atadas a una viga del techo.
Los dendritas, (del griego donaron, árbol) eran parecidos a los estilitas con las diferencia de que a éstos les gustaba subirse a las ramas de los árboles. Allí construían una cabaña y se ataban una cadena de hierro alrededor de su cuerpo para que evitar que si se caían al dormirse se estrellaran en el suelo. Esta forma de vida tuvo tanto éxito que con el paso del tiempo pasó de Siria a Occidente. Por ejemplo podemos ver a San Antonio que cerca de Padua se hizo construir una cabaña en lo alto de un precioso nogal.
Los acemetas (del griego akemetoi o «los que no duermen») también llamados por los sirios chahore «o los que vigilan» eran unos monjes que habían jurado voto de permanecer continuamente rezando los oficios divinos, sin descanso alguno. Incluso hubo quienes fallecieron en el intento.
Los estilitas  (del griego stylos, columna) eran más conocidos , que en su búsqueda de la verdad se subían sin reparos a una columna y permanecían allí largas temporadas en inmovilidad absoluta. El mejor representante de estos ascetas fue Simeón el Viejo ya que permaneció allí arriba nada menos que 37 años de su vida.
VÍDEO: Simón del desierto (1965 )-Luis Buñuel
Los reclusos vivían en una de las formas más duras. Se encerraban a sí mismos en celdas estrechas, donde no hablaban más que con Dios. Con respecto al el mundo monástico este movimiento se asemeja a los hipetros o monjes que vivían a la intemperie de dos maneras: unos construían al aire libre unos recintos no cubiertos en donde se tostaban y morían de calor o se congelaban en las duran noches del desierto; o los que preferían despreciar los recintos sin techar y se sentaban en cualquier lado para asombro de todo el mundo dejándose incluso tocar por los más curiosos.
Los dementes eran unos ascetas que solamente querían ser fanáticos de Dios por lo que en su peregrinar entre los poblados se hacían pasar por locos o fingían estar poseídos por el demonio. Eso sí, en cuanto llegaba la noche, recuperaban la “cordura", se apartaban de cualquier lugar habitado y comenzaban a orar sin descanso.
Los vagabundos eran los más desconcertantes de todos. Ellos mismos creían que eran unos advenedizos y malditos de la Tierra y que por eso su misión era ir de pueblo en pueblo perturbando la paz, abusando de la virtud de la gente y haciendo maldades. Muyy pronto fueron condenados en posteriores concilios.
Semejaban animales con figura humana. Estaban metidos en lugares subterráneos, «como muertos en su tumba», moraban en chozas de ramaje, en oquedades sin otra abertura que un agujero para reptar hasta ellas, «tan estrechas que no podían ni estirar las piernas» (Paladio de Galacia).
Se acuclillaban como trogloditas en grandes rocas, en empinados taludes, en grutas, en celdas minúsculas, enjaulas, en cubiles de fieras y en troncos de árboles secos, o bien se apostaban sobre columnas. En una palabra, vivían como animales salvajes pues ya san Antonio, el primer monje cristiano de quien se tiene noticia, había ordenado «llevar una vida de animal», mandato que también el tantas veces alabado Benito de Nursia adoptó en su regla. Y según la divisa de los antiguos ascetas, «el auténtico ayuno consiste en el hambre permanente» y «cuanto más opulento es el cuerpo, más exigua el alma; y viceversa», se limitaban a entresacar con los dedos un grano de cebada del estiércol de camello permaneciendo, por lo demás, días e incluso semanas enteras en total abstinencia. 
 
Lo monjes-pastores (que pastaban) o boskoí, en griego eran ascetas de costumbres salvajes parecidos a los dendristas pero que en vez de subirse a los árboles preferían permanecer en el suelo y caminar a cuatro patas, pacer junto a sus animales y comer las mismas hierbas que ofreciera la Madre Naturaleza.
Los pasturantes de Siria y otras regiones. «Recorren sin meta fija los desiertos en compañía de los animales salvajes, como si ellos mismos fuesen animales.» Así los glorifica el Doctor de la Iglesia Efrén, , el gran antisemita, denominado Cítara del Espíritu Santo. «Pacen -añade- entre animales salvajes como los ciervos.» Y en el siglo VI un estricto católico como Evagrio Escolástico, cuestor imperial y prefecto imperial, escribe en su Historia de la Iglesia acerca de hombres y mujeres casi desnudos que se conforman con «pacer como los animales. Incluso su porte externo tiene mucho de animal, pues apenas ven a una persona huyen y si se les persigue se escapan con increíble velocidad y se ocultan en lugares inaccesibles».
En aquella «edad dorada» de los pasturantes parecía lo más natural del mundo pasar una vida cristiana comiendo hierba a cuatro patas. Apa Sofronías pació en su época durante setenta años a orillas del mar Muerto y completamente desnudo. El pacer se convirtió, en puridad, en una pía profesión o, mejor dicho, en una vocación. Juan Mosco, que fue por entonces monje en Egipto, Siria y Palestina, regiones donde los boskoi, los comedores de hierba, vegetaban por doquier, menciona en su obra principal, el "Pratum spirituale" (Prado espiritual) a un anacoreta que hizo ante él esta presentación: «Yo soy Pedro, el que pace a orillas del Jordán». Este tipo de ascética se difundió hasta Etiopía, donde en la comarca de Chimezana, los eremitas dejaron tan pelado todo el terreno que no quedó nada para los animales, por lo que los campesinos los persiguieron hasta que se metieron en sus grutas, donde perecieron de hambre. 
 

San Sisino, de quien sabemos a través de los escritos de Teodoreto, vivió tres años en una tumba, «sin sentarse, sin tenderse o dar un solo paso». San Marón vegetó once años en un árbol hueco, salpicado en su interior con enormes espinas. Éstas debían impedirle cualquier tipo de movimiento, al igual que lo hacían unos complicados colgantes de piedras de su frente. Santa Maraña y santa Cira llevaban sobre sí tal cantidad de cadenas que sólo podían avanzar doblándose bajo el peso. «Así -afirma Teodoreto- vivieron cuarenta y dos años.» San Acépsimo, famoso en todo Oriente, llevaba tal carga de hierros que cuando salía de su gruta para beber, debía caminar a cuatro patas. San Eusebio vivió durante tres años en un estanque seco y arrastraba habitualmente «el peso de veinte libras de cadenas de hierro; les añadió primero las cincuenta que llevaba el divino Agapito y después las ochenta que arrastraba el gran Marciano [...]». «Desde que me adentré en el desierto -confiesa el monje Evagrio Póntico, muerto a finales del siglo IV- no comí ni lechugas ni otras verduras, ni fruta ni uvas, ni carne. Jamás tomé un baño.»

Hambre, suciedad y lágrimas constituían entonces, al igual que durante muchos siglos posteriores, un alto ideal cristiano. Un tal Onofre (Onuphrius, en griego) dice de sí mismo: «Se cumplen ya siete años desde que estoy en este desierto y duermo en las montañas a la manera de las fieras. Como lolium y hojas de los árboles. No he visto nunca a una persona»

Pablo de Tamueh atraviesa el desierto con un rebaño de búfalos: «Vivo como ellos; como la hierba del campo [...]. En invierno me acuesto junto a los búfalos, que me calientan con el aliento de sus bocas. En verano se apiñan y me dan sombra». Cuando menos era una compañía que inspiraba confianza. 

San Sisoe se ejercitó toda su vida «en el amor al santo desprecio» (Paladio). También santa Isidora, metida en el primer monasterio femenino, junto a Tabennisi, conocía un único deseo: «El de ser continuamente despreciada». Pasó su vida cubierta de harapos y descalza en la cocina del monasterio alimentándose «de las migas de pan que recogía del suelo con una esponja y del agua de fregar las ollas». 

Juan Egipciano vivió cincuenta años en una choza y, al igual que los pájaros, sólo se alimentaba de agua y granos. Juan el Exiguo regó, a instancias de un anciano, un palo seco plantado en medio del desierto durante dos años, debiendo buscar el agua de un manantial a dos kilómetros del lugar. Según Paladio, el palo rebrotó realmente. Todavía hoy puede verse en el mismo lugar, en Wadi Natrum, una iglesia dedicada a Juan el Exiguo y junto a ella un árbol -naturalmente el que brotó de aquel palo seco- llamado ¡Árbol de la Obediencia!. 

El eremita ambulante Besarión no penetró nunca en un lugar habitado y recorría el desierto lloriqueando día y noche. Y no es que llorase por sí mismo o por el mundo, nos dice Paladio ,posteriormente obispo de Helenópolis (Bitinia) y monje de Egipto a finales del siglo IV; nada de eso, Besarión «lloraba por el pecado original y por la culpa de nuestros primeros padres». 

No obstante no hay que tomar siempre como verdadero lo indicado por los cronistas cristianos nos brindan a este y a otros respectos. Algunos de estos santos ni tan siquiera han existido. Algunos de estos relatos u otros de análoga índole son «meramente antiguas novelas egipcias adaptadas a las nuevas ideas» Otros, pese a su propensión a la hipérbole, son conmovedores. Macario el Joven, por ejemplo, mata cierto día un tábano y como castigo se hace picar por los otros: durante seis meses se echa en el suelo, del que no se movería, en un yermo «en el que hay tábanos grandes como avispas, con aguijones que taladran hasta la piel de los jabalíes. Su cuerpo queda en tal estado que cuando vuelve a su celda todos lo toman por leproso y sólo reconocen al santo por su voz». 

Sea cual sea el grado de veracidad de estas historias, de ellas trasciende con toda claridad todo cuanto influía en  los cristianos de aquella época y a los de varios siglos subsiguientes, el sublime «ideal» por el que debían y tenían que regirse. Pues aquellos orates eran idolatrados, celebrados, consultados y ellos y sus iguales pasaban por santos. Siendo así, ¡¿qué podían significar para ellos el arte, la ciencia y la cultura?! 

Buena parte de los más célebres ascetas egipcios eran analfabetos como lo era, sin ir más lejos, el más famoso de entre ellos, el fundador genuino del monacato cristiano, Antonio, que, se supone, nació en Roma en el seno de una familia acomodada. Incluso siendo ya «un muchacho bien crecido» se negó a aprender a leer y escribir y no por pereza, sino por motivos exclusivamente religiosos. Pues -comentario del jesuita Hertiing en pleno siglo XX- «¿para qué toda esa educación mundana, cuando se es cristiano? Lo necesario para la vida se oye ya en la iglesia. Con eso hay bastante». De ahí que Antonio deambulase de un escondrijo para otro a lo largo del desierto líbico, atrayendo a otros anacoretas, atrayendo a demonios y  ángeles, teniendo visiones completas de mujeres lascivas, granjeándose más y más la fama de la santidad, de héroe ideal (cristiano). Hacia el final de su larga vida su estatura crece literalmente, con tantos milagros y visiones, hasta adentrarse en el cielo. 

Fuentes: Historia criminal del cristianismo -La Iglesia antigua: la lucha contra los paganos y ocupación del poder -- Karlheinz Deschner -- Ediciones Martinez Roca S.A. / http://historiaconminusculas.blogspot.com.es/

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