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9 de febrero de 2018

LOS BEBEDORES DE SANGRE ( Parte 2 de 3)

Eugenio Noel- Las Capeas

Sobre ello el escritor Eugenio Noelseudónimo de Eugenio Muñoz Díaz (1885 -1936), en su documentado relato “ La cola de los anémicos en el matadero municipal de Madrid en 1900” de su libro "Las Capeas" , define una España negra en la que míseros anémicos espera formado una larga cola a que se le escanciara sangre de toro en el matadero, creyendo que que curarían al beberla de sus enfermedades: 
Serían las cinco de la mañana cuando llegué al Matadero, y ya la «cola» rebasaba la fuente que hay cerca de la Puerta de Toledo, ocupando parte del patio de entrada, muy próxima la cabecera ala gran nave donde se descuartizan las reses bravas y se apartan los mondongos. 
(... ) El objeto de mi visita era aquella «cola», tan larga ya a las cinco de la mañana. El olor nauseabundo que venía en ráfagas y á rachas parecía salir de la «cola»aquella y no de las naves del Matadero. El balido de los rebaños prestos al sacrificio, el mugir doliente delos bueyes, los gruñidos de las víctimas, de aquella «cola» y no del edificio parecía surgir.

He estado en el hospital, en la guerra y en la cárcel y no vi jamás cosa que igualara la tragedia horrible de aquella escena silenciosa. Apoyados en las paredes, reclinados en los salientes de las piedras, agarrados a los hierros de la verja, rígidos como estatuas, en cuclillas, sentados á lo turco, echados en el suelo, en esa forma que el lenguaje gráfico del pueblo define así,«echadazos», hombres, niños, mujeres, aguardaban tranquilos, inmovilizados en la postura primera que tomaron. Unos llevaban cazuelas; otros, pucheros; copas grandes de vidrio, varios; jarras, algunos. Muchas mujeres vigilaban con cuidado panzudos cántaros de tierra de Vallecas. 
(... ) Los pobres a quienes en España se distingue con el pomposo título «de solemnidad» expedido en las Parroquias por diez céntimos,tenían allí su representación; se distinguían admirablemente; perdidos para toda iniciativa moral eran una carga para los demás, lo sabían y, sin explotarla, ¡ qué más hubieran deseado!, vivían de ser gravosos a la caridad militarizada. 
 
Obreros sin trabajo ó que faltaban á él aquel día por recomendación de un vecino ó curandero; chavales sin padres ó con ellos que habían sido mandados; habitantes de esas casas cuyas galerías dan a la calle y que parecen restos o cortes transversales de edificios que se arruinaron; mendigos que aman su vida a pesar de lo difícil que les debe ser el soportarla; y, entretanto resto de naufragio, jovencitas de oficio o vendedoras de plazuela cuidadosas de sus pies y de su pelo como buenas madrileñas, o viejas, prestamistas de dinero,incapaces de gastarse un céntimo en medicinas o en consultas de médico, pero que no querían morirse así como así. 
Sentían todos escapárseles la vida é ignoraban qué tenían. Todos pronunciaban la palabra anemia, y no sabían más. En las Policlínicas baratas o en las consultas gratuitas del Hospital de San Carlos,les habían dicho a unos que tenían anemia, la sangre muy clara, poca sangre; otros habían consultado al célebre curandero Cabezón, el del río, famosísimo entonces en los Barrios Bajos. Los más no habían tenido necesidad de que les dijeran nada; se sentían sin fuerzas,sin gana de trabajar, ni de comer, ni de buscarlo. Grima daba verlos. 
 
(...) Los anémicos eran algo más que pobres y miserables. Buscaban sangre, querían sangre, como otros quieren y buscan pan. Y lo trágico era esto. Mendigar un mendrugo, llevar unos harapos raídos, enseñar la carne amarillenta por los agujeros de las ropas, tener un solo vestido para el día y la noche, el verano y el invierno, es tan triste, tan injusto, que la sociedad procura aliviarlo valerosamente. Pero... ¿y pedir sangre?,¿y... sentirse morir en vida aunque haya pan, y verle sobre la mesa y no podérselo llevar á la boca porque no hay ganas y sabe mal?... ¿Y oír que eso se arreglaría con sangre, y ser tan ignorante, tan desgraciado, tan pobre, que se oyen los más estúpidos remedios con ansia?... 
(…) Cabezón, el del río, miraba á una chicuela traída a casa del célebre curandero adorado en los Barrios Bajos. Observaba su tez desmayada, abría sus párpados, examinaba el color de las encías, su mirada fría, su aire raquítico, tardo; y bondadosamente la decía a la madre con gestos de judío: 
—Llévela al matadero a beber sangre de toro.… 
Las vecinas lo saben bien. Su consejo es idéntico al del curandero. La enferma oye enérgicamente dicho: 
—Coja usted un puchero y beba sangre de toro. Se cierran los ojos, y ojos que no ven, corazón que no siente.
(…) El curandero les ha dicho que la parálisis y el raquitismo de los brazos se cura con aquello, y van al Matadero por el líquido asqueroso como lo sacarían de una letrina de presidio. Es un caldo infernal. 
El agua en la que se ha lavado la mondonguería. En ella se abrieron los abomasos, las bolsas de los vientres, las tripas; en ella se limpiaron las asaduras, las cabezas ya despellejadas, las pezuñas, los sacos de los orines y se vació y mezcló todo eso, emponzoñando el agua hasta convertirlo en cieno y fango de una singular traza. El curandero lo ha mandado. 
—Vaya al Matadero á por el caldo de los mondongos y que meta su chico el brazo en él durante media hora. Antes cuece usted el agua y cuanto más caliente pueda resistir, mejor. 
Y la madre cuece la mixtura inmunda y el niño mete su brazo allí y llora y se asfixia. Y si no se salva es porque Dios no quiere; su madre hizo lo que pudo. La ignorancia es menos heroica, pero más curiosa en los bebedores de sangre taurina. 
 
Se los permite pasar a la cámara original, en que bien a mansalva puede el matarife herir a su víctima, y cuando la ha degollado, aquellos anémicos acercan su puchero o su copa y beben sin descansar, cerrando los ojos. El matarife y sus ayudantes, ríen y bromean. Se pierde mucha sangre. El chorro es semejante al de un pellejo de vino que se derramara por el matadero. 
  Sube un olor fuerte, penetrante, casi agrio. 
—¿A qué sabe?—pregunto á uno de ellos. 
Tarda en contestarme. La sangre ha hecho rápidamente su efecto, y el pobre ignorante se siente mal, con bascas, con unos deseos inmensos de vomitarla. 
—¿A qué sabe? —repito. 
—A acíbar—me dice. 
(…) No quiere beber la pobre joven. 
— Espérate al otro; ya cae poca—dice el matarife. 
Y al otro, cuando la sangre, más que caer parece desplomarse de una cañería, la joven alarga su brazo tembloroso y recoge en una jarra el líquido. 
—Hay que beberlo en seguida; cuanto más caliente más aprovecha—la dice su madre o lo que sea. 
Y la joven se decide al fin con el gesto de un niño que toma agua purgante.
— ¡Arriba, arriba!...—la gritan compadecidos de su juventud 
No puede acabar de bebería, arroja la ya bebida.
Los hay valerosos, convencidos, que no es la primera vez que vienen. Se lo dicen a todos. 
—Hay que tener constancia. Con una vez no basta.  
—¿A qué sabe? —vuelvo á preguntar.
—A nada—responde un poco agrio.  
Bebo un trago. Sabe á rejalgar, á hombres escabechados; pastosa, se queda en la boca y es salada, acidulada, áspera.. 
Un niño no quiere tragar aquello, y el berrinche es homérico; patalea, llora y se defiende con valor. Su buena madre lo sacude una tunda, una zurra de repertorio con soplamocos y manguzás», y sólo a mis ruegos deja de maltratarlo. 
 — Se ha empeñado en morirse, señor — dice la madre. 
En realidad, el niño cabría holgado en un alfiler como el niño del cuento, y cuando se morirá, sin que pueda remediarlo el mismo Dios, es si toma la sangre que lo quieren hacer tragar.
— Pues la has de tragar, ¡ladrón! — ruge la madre. 
Pero el chico la esputa, la rechaza y la sangre cae por el babero y delantalillo, que parece que se ha muerto de veras y de una vez. No habría fuerza humana que lo hiciera trasegar aquello.   
 
El matarife aviva porque hay prisa. Vienen otros a llenar sus vasijas y se oyen fuera los golpes con que la cariñosa madre obsequia a su hijo porque quiere morirse.  
Algunos se quieren llevar la sangre y no los dejan si el bote es grande. Sin duda la dejarían secar y con cebolla y pan no es mal almuerzo.  
(…) —¿Acaba usted ó no acaba, señora?  
—Nada más que éste.  
—¡Pero, mujer, que la va á «diñar»!...  
— Ca, no la «diño»—dice riendo.  
Es una vieja. Se ha bebido dos vasos. No quiere morir. Sus ojos, su expresión, dicen que aquella sangre la sentará bien. Tiene fe. No le turba la cabeza ni el estómago y, según ella cuenta, le ha quitado el reúma de las piernas. 
—¿No sabe usted—me pregunta—el refrán?  
Ante mi negativa, salmodia sonriente.  
"Agua de San Isidro quita la calentura. Sangre de toro fresca buenas nalgas procura".  
Y se aleja contenta, limpiándose la boca como un gato. 
Continuará ...

Fuentes: Vampirismo Ibérico-Salvador García Jiménez – Editorial Melusina /Las capeas- Eugenio Noel - Imprenta Helénica, Madrid 1915

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