EL RACIONAMIENTO DE ALIMENTOS
Concluida la guerra civil española ( 18 julio 1936-1 abril 1939) , empezó otra igualmente cruel: la guerra contra el hambre . Así, el 18 de mayo de 1939 se establece en todo el territorio nacional la llamada Cartilla de racionamiento, de las que hay tres categorías , en función del nivel social, el estado de salud y el tipo de trabajo del cabeza de familia, y era un talonario formado por varios cupones, en la que se hacía constar la cantidad y el tipo de mercancía que cada persona podía adquirir durante un determinado período de tiempo en establecimientos sujetos al control de la Administración. La pesadilla del hambre duró “oficialmente” hasta el 1 de junio de 1952, fecha en la que se suprimió la cartilla racionamiento. Tampoco el tabaco se libró del racionamiento.
EL RACIONAMIENTO DE TABACO
Tampoco en la posguerra española el tabaco se libró del racionamiento tras la aprobación por decreto del 4 de junio de 1940, de la denominada "Instrucción reguladora del consumo de tabaco", en la que se establecía que sólo tendrían derecho a raciones de tabaco los varones mayores de 18 años , creándose las llamadas "tarjetas para el consumo de tabaco" , posteriormente denominadas Tarjetas del fumador, provistas de cupones numerados para la retirada periódica de las raciones que en cada momento se determinaron.
Para obtener la Tarjeta de fumador, se debía ser mayor de 18 años, debiendo aportarse la Partida de nacimiento, una declaración jurada que acreditara que se era fumador y un certificado de buena conducta , habitualmente emitido por el párroco. Las mujeres quedaban excluidas de la Tarjeta de Fumadores , porque la mujer española, “cristiana y decente” no puede fumar ya que “es vicio de putas y de mujeres fáciles, la masculiniza y le estropea el cutis".
De acuerdo con la citada Instrucción se estableció que la "ración semanal de tabaco de labores peninsulares sería cualquiera de las siguientes, a elección del comprador, y según las existencias de la respectiva expendeduría: dos paquetes de picadura de 25 gramos ó un paquete de picadura de 50 gramos ó dos cajetillas de 10 o 20 cigarrillos ó un paquete de picadura de 25 grs. y una cajetilla.
Durante su larga vida, más de doce años, el racionamiento de tabaco pasó por diversos avatares, de acuerdo con las disponibilidades divisas, de materias primas o de fabricación , y acabó cuando el racionamiento fue suprimido por acuerdo del Consejo de Ministros del día 19 de diciembre de 1952, con efectos desde el 1 de enero de 1953.
En los estancos, los únicos establecimientos autorizados para la venta de tabaco, monopolio estatal, arrendados a viudas y huérfanas de guerra del bando vencedor, se utilizaron las Tarjetas de fumadores , con las que recoger la correspondiente ración de algo que, aunque de pésima calidad, al menos era tabaco, No eran las plantas que lo sustituían como hojas de salvia, de higuera, de patata, pámpana de la vid...., o los míseros sucedáneos o la bazofia que los colilleros elaboraban con restos recolectados en ceniceros, locales y en la calle, de la que no se libraban los fumadores empedernidos , que no tenían suficiente con la escasa ración de su cartilla de fumador ni economía suficiente para adquirir tabaco "digno", sino cuarterones , picadura de tabaco distribuida en paquetes cuadrados con el águila franquista estampada en el centro del basto papel; cajetillas (la mitad de un cuarterón) y, si los había, Ideales, cigarrillos de varios tipos, entre ellos que envueltos en papel trigo en lugar del tradicional eran concoidos popularmente como "caldo de gallina" por el parecido del color del papel con el del caldo de gallina.
Como cabía esperar, el tráfico ilegal de tarjetas y el fraude en todas sus modalidades estuvieron a la orden del día. El deseo de grandes fumadores a fumar más de lo que su escasa ración les permitía, o el de obtener una ganancia en el mercado negro de tarjetas fueron acicates suficientes para idear diversos procedimientos con el fin de sortear el racionamiento, o aprovecharse de él.
Casi podría afirmarse que el racionamiento convirtió a todo el país en fumador, aunque sólo fuese por lograr una ansiada tarjeta, lo cual no hizo sino agravar la carencia del producto. Lo común era que todos los miembros mayores de dieciocho años de una familia se agenciaran un documento de fumador, bien para que el padre fumase más, bien para trocarla en el mercado negro.
Mecheros de gasolina y de mecha
La reventa callejera fue común. No era excepcional el caso de expedientes sancionando a fumadores con varias tarjetas cuyos titulares eran familiares suyos. También comunes fueron los casos de falsificación de tarjetas; surgieron individuos y grupos dedicados a replicar y vender documentos falsos . En otras ocasiones se sancionó a individuos que obtenían la tarjeta falsificando cédulas de identificación personal utilizando los datos de otra persona, o se les ocupaban varias tarjetas expedidas a nombres distintos; en algunos casos se empleaban nombres imaginarios y datos inventados; el robo de tarjetas fue común y la utilización del nombre de personas fallecidas también.
En resumen, la picaresca y el ánimo de lucro estimularon la imaginación de los fumadores y no fumadores. También los expendedores, situados en un punto neurálgico del sistema, al final de la red de distribución, entraron en el juego: ocultación de existencias o ventas clandestinas a precios por encima de los tasados; porque aunque el expendedor recibía un determinado número de raciones que debía liquidar o justificar posteriormente mediante la entrega de cupones o la devolución de tabaco, siempre cabían malabarismo con o sin la aquiescencia y complicidad de los fumadores; de nuevo para probarlo . El valor de la tarjeta en el mercado negro era elevado y en alza continua con el tiempo y la rigurosidad del racionamiento; sin duda debió servir como moneda de cambio, y el tabaco apareció manejado por los estraperlistas en el mercado negro al igual que sucedía con artículos de uso corriente , especialmente alimentos , como el pan de trigo, el aceite de oliva, el azúcar, el arroz y leche.
LOS COLILLEROS
Reciclar : Someter un material usado a un proceso para que se pueda volver a utilizar”, algo que históricamente han venido haciendo las clases más necesitadas de forma habitual como algo imprescindible para su subsistencia. Desde alquilar un hueso para hacer demasiados caldos , oficio del el sustanciero , usar o parchear la ropa vieja , propia o ajena, a poner grapas a las cacerolas viejas, o remendar cualquier elemento para ser puesto nuevamente en uso hasta el final de su vida útil.
No se libró el tabaco, que en muchas ocasiones era caro, escaso y muy codiciado , del reciclaje, y lo que uno dejaba de fumar de un pitillo o resto de un puro podía ser aprovechado para la elaboración de nuevos cigarros, y ya desde finales del siglo XIX, la prensa menciona la presencia en las calles de unas personas que se dedican a recoger las colillas del suelo para confeccionar nuevas labores con el tabaco aún no consumido, y que una vez reciclado venderán por calles , bares y cafés, actividad que se convirtió en un rentable negocio para proveer de tabaco a los más desfavorecidos, y que al igual que todos los negocios nacidos de la necesidad, era más floreciente cuanto más dramática era la situación social inmersa en la penuria económica, como ocurría en períodos de guerra o de posguerra.
Así pues , se pensó en un nuevo sistema para la elaboración y venta de cigarros, hechos a base de colillas de cigarro o restos de puro , utilizando para ellos a colilleros, pitilleras y distribuidores. Se trataba de desliar los restos de los cigarrillos, lavar la picadura, secarla al sol y utilizarla para la elaboración de nuevos cigarrillos, distinguiendo la procedencia del tabaco , bien de colilla de cigarro o bien de restos de puro, llamados coraceros, un tipo de colilla muy preciada ya que la del cigarro puro equivalía en cantidad a varias colillas de cigarrillo y de calidad muy superior al tabaco de éstos. Algunas veces cuando el colillero avistaba a un fumador de puro cuyo cigarro ya se había consumido más de la mitad , mientras iba recogiendo las colillas de cigarro que encontraba , iba siguiendo al hombre a la espera de que soltase por fin el resto del codiciado resto del puro.
Los colilleros eran los recolectores de colillas , a mano o utilizando un bastón en el extremo del cual había clavado un pincho de metal que usaban para pinchar primero y recoger a continuación la colilla sin necesidad de agacharse que conforme a la clasificación que se hizo en 1890 los había de dos tipos, los ambulantes y los fijos. Los primeros son los que cogían las colillas en las calles y los segundos los que compraban las recogidas en los locales públicos, esencialmente cafés. También recibía el nombre de colillero el almacenero industrial, aunque se le conocía en este mundillo como el capitalista. Las pitilleras eran las trabajadoras del producto y la distribución corría a cargo tanto de mujeres que llevaban las cajetillas empaquetadas a domicilio y por encargo , como de hombres que vendían bien callejeramente, bien a puestos fijos en el ventas ambulantes al aire libre ,y otros lugares situados de forma mayoritaria en los barrios bajos. Los colilleros, estaban mal vistos hasta por los más pobres, y sucios y malolientes, inspiraban rechazo hasta tal punto que, cuando los pequeños de la familia llegaban a su casa sucios después de jugar en la calle, las madres a veces los comparaban con los colilleros.
En esta actividad se distinguían dos especialidades, a saber: los que recogían colillas para su uso personal ahorrándose el dinero del tabaco y los que lo hacían en plan profesional para utilizar el tabaco, volverlo a liar con papel de fumar y venderlo a una clientela que habrá que suponer por lógica, no muy selecta, remilgada ni exigente. Había colilleros sinceros que practicaban su actividad por la cara y sin tapujos, y los había vergonzantes, que recogían las colillas disimuladamente o a socapa, utilizando para ello un bastón (entonces el bastón era de uso muy extendido) con un clavo en la punta. Y había también otra variedad de colillero, o mejor dicho auto- colillero, que aprovechaba la propia colilla de sus pitillos apurándola hasta el límite, utilizando como asidero un alfiler a la cual clavaba la punta del cigarrillo y así podía consumirla casi por completo.
La elaboración y venta de esos productos seguían el siguiente proceso: los capitalistas compraban el género a los colilleros a diferentes precios dependiendo del origen, siendo siempre más baratas las procedentes del suelo de la calle, después venía el almacenaje y separación por tipología, o sea el llamado expurgo, y tras esto tocaba el desliado en el caso de los restos de puntas de cigarrillo y el triturado en el caso de los coraceros. Esta fase acababa pasando las mezclas por un tamiz que quitaba restos excesivamente gruesos.
Seguía una operación vital: el lavado y fermentado. La mezcla que había resultado se ponía en tinas con agua para lavarla. Era común añadir una parte de vinagre y se dejaba que aquello fermentase. Aquí nos encontramos con variaciones sustanciales, porque mientras para unos con ocho días bastaba, otros trabajaban con diferentes fases de fermentación, una corta de unos diez días para lo que acabarían siendo las cajetillas perrunas (más baratas y de peor calidad) y una de triple duración (como entre treinta y cuarenta días) para lo que iría a las cajetillas lechuguinas, o sea la “creme” del cigarrillo de segunda mano. Ni que decir tiene que el olor desprendido por aquello era inenarrable.
Tras el lavado se procedía al secado y oreo. Una vez seco llegaba el trabajo encargado a las pitilleras, que empezaban a picar y mezclar. La mezcla se hacía con un tercera parte de tabaco habano y una tercera parte de filipino o de estanco (este segundo era conocido como de cuarterón y el primero como de sangre) Se remataba con algunas hojas aromáticas (normalmente salvia, y de ahí el nombre de salvinos que recibían los pitillos que el cliente encargaba que tuviesen más contenido aromático) y con unas gotas de esencia, estas para darle más cuerpo y color.
Venía ahora el liado con papel de diversas variedades y calidades según la demanda y los gustos del mercado (de colores o blanco, con regaliz o alquitrán, con boquilla o sin ella, etc.) Muchas de estas labores se personalizaban a tal extremo que llegaba a ponerse el nombre del cliente, incrementando, lógicamente, el coste. Finalmente se encajetillaban y se distribuían.
Aunque la clientela principal era la gente con menos posibles no era infrecuente encontrar consumidores pudientes, que los productores afirmaban con orgullo que “El secreto de nuestra industria, aparte de la primera materia, consiste en la labor, que supera en mucho a la de fabricación nacional”
De toda la galería de personajes que formaban esta cadena el más popular era el golfo colillero. Los miembros de la “Orden del Bote, así llamados por ser este recipiente donde solían ir depositando sus colillas, eran lo más visible de esta industria y encarnaban tanto las simpatías como las protestas. Eran muy populares y su actividad no se solía percibir como perniciosa, e incluso llegaba a aparentar que era beneficiosa socialmente , ya que les permitía subsistir "honradamente" al mismo tiempo que limpiaban las calles de colillas.
El golfo colillero, aunque los hubiese de todas las edades, era de los más jóvenes, casi niños muchas veces, y tenían un trabajo duro porque el territorio de la recolección estaba acotado y dividido. Era normal que trabajaran en equipo y por zonas, aprovechando las salidas de los espectáculos, cafés y restaurantes y estaban sometidos a la inflexible ley de la oferta y la demanda, y que al igual que el colillero adulto tenían que bregar constantemente con las autoridades, que en frecuentes redadas de los agentes del Fisco conseguían aprehender cantidades considerables de cajetillas, persecución que habitualmente estaba motivada por lo insalubre y antihigiénico del negocio sino por el perjuicio a Hacienda, ya que esta actividad, que catalogaban como contrabando, mermaba considerablemente los ingresos procedentes del tabaco.
Algún procesado se defendía aduciendo que lo punible era el tráfico de tabaco y no era eso lo que vendía, sino algo que un día fue tabaco pero ya no lo es, y que la materia prima de lo que comercializaba era es un deshecho abandonado libremente en la vía pública. La prensa solía ver peligro para la salud pública en este asunto, ya que el riesgo principal que presentaba el consumo de estos pitillos era el contraer la tuberculosis o la sífilis, enfermedades muy temidas en esa época, aunque a pesar de advertir de la falta de higiene y de la peligrosidad del producto no afectaba a su consumo.
VÍDEO: Mi tío Jacinto ( 1956)
HUMOR COLILLERO
Fuentes: Filología y Lingüística nº 38 - El recolector de colillas de cigarrillo en la historia de la literatura, la prensa y la cultura visual- Dorde Cuvardic García / http://www.fotomadrid.com
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